El sacerdocio conyugal


Extracto del ensayo de Paul Evdokimov titulado «Le sacerdoce conjugal en Le mariage (Églises en dialogue)», París, Mame, 1966. Publicado por Monasterio de la Transfiguración de nuestro Señor Jesucristo.
Traducción del francés de Martín E. Peñalva

Los sacramentos no son solamente signos que confirman las promesas divinas, ni medios para vivificar la fe y la confianza; vehículos de la gracia, ellos son a la vez los instrumentos de la salvación y la salvación misma, al igual que la Iglesia. La distinción entre la institución y el acontecimiento es artificial, pues a lo que se denomina Institución es la anámnesis, más, litúrgicamente, la anámnesis es siempre epifánica, y es este carácter pneumatóforo el que muestra, en la Iglesia-Institución, a la Iglesia-Acontecimiento perpetuada. Es por eso que inicialmente todo el sacramento era parte orgánica de la liturgia; su integración al misterio eucarístico testimonia del descenso del Espíritu y del don recibido. Así, por el sacramento del matrimonio, los novios antes que todo acceden a la synaxis eucarística en su nueva dignidad eclesial de esposos.

La materia de los sacramentos no es solamente un signo visible, sino un receptáculo de energías divinas. En el sacramento del matrimonio, la materia es el amor del hombre y la mujer. Según Justiniano “el matrimonio se realiza por el puro amor” (Novela 74, cap. 1), y para San Juan Crisóstomo, “es el amor el que une a los amantes y les une a Dios” (Hom. sobre los Efesios 5, 22-24, PG 62, 141). La “gracia edénica”, de la cual habla Clemente de Alejandría, la gracia del sacramento, transmuta el amor en comunión carismática y lo eleva a la dignidad eclesial del sacerdocio conyugal.

Todo fiel participa del único sacerdocio de Cristo, no por las funciones sagradas (carismas de los sacerdotes y los obispos), sino por su ser santificado. Es en vista de su dignidad ontológicamente sacerdotal que todo bautizado es sellado con dones, ungido del Espíritu en su esencia misma. La sustancia sacerdotal de todo creyente significa ofrecer al Señor en sacrificio la totalidad de su vida y de su ser: hacer de su vida una liturgia. Un laico es sacerdote de su existencia.

Un texto litúrgico del Viernes santo describe el descenso a los infiernos y muestra a Cristo “saliente del infierno como de un palacio nupcial”. Esta imagen es como un llamado dirigido a los esposos a fin de crear una “relación nupcial” con el mundo justamente bajo un aspecto infernal de un lugar de donde Dios está excluido. Mas que nunca el hogar cristiano, pequeña iglesia, es un vínculo viviente entre el templo de Dios y la civilización sin Dios.

La existencia de seres que viven como si estuvieran abandonados por Dios, apela a los carismas de compasión y de socorro. Una nueva espiritualidad recuerda fuertemente al amor humano su vocación del sacerdocio conyugal. El Espíritu hace germinar los carismas de la caridad sacerdotal de los maridos y la ternura maternal de las mujeres, y los abre sobre el mundo, a fin de liberar a todo prójimo y de reintegrarlo con Dios.

El matrimonio-procreación antiguamente era funcional, sometido a los ciclos de generaciones y tenso hacia el advenimiento del Mesías. El matrimonio cristiano es ontológico, es el nacimiento de la “nueva criatura”, a fin de cuidar el corazón de la “mala influencia” (Gregorio de Nisa, De octava, PG 44,609A) del tiempo caido y de saturarlo de eternidad; esjatológico con el monaquismo, es el “misterio del octavo día”.

La renuncia que se juega en estos dos estados vale lo que vale el contenido positivo que el hombre en ello pone: la intensidad de la sed de Dios, de su amor. La ascesis monástica se reencuentra con la ascesis conyugal: “Aquel que ha obtenido el Espíritu y se encuentra purificado... respira la vida divina” (Gregorio de Nisa, De la vida contemplativa).

En el matrimonio, la naturaleza del hombre está sacramentalmente cambiada, como lo está, según otro tipo, en el monje. El más grande parentesco espiritual les une. Las promesas cambiadas por los novios les introducen en cierto modo en un “monaquismo interiorizado”, pues hay allí también una muerte al pasado y un nacimiento a la nueva vida. Por cierto, el rito de la entrada en las órdenes se sirve del simbolismo conyugal (novio, esposo), y el antiguo rito del matrimonio contenía la tonsura monástica que significaba el abandono común de las dos voluntades al Señor. Así, el matrimonio incluye interiormente el estado monástico, y es por eso, según el Padre Serguei Bulgakov, que este estado no es un sacramento. Ellos convergen como dos aspectos de la misma realidad virginal del espíritu humano. La antigua tradición en Rusia concebía el tiempo de noviazgo como un noviciado monástico y los nuevos esposos, después del oficio del matrimonio, partían directamente a un convento a fin de prepararse para entrar en su sacerdocio conyugal. El clima monástico, tan cercano al matrimonio en su espiritualidad, no volvió mas que más nítido el gozo de las nupcias y la inauguración de la iglesia doméstica.

Este no es un camino que como tal puede determinar su elección, sino el sentimiento del llamado, del don y de la vocación personal: “Busquemos el Espíritu Santo... y que cada uno encuentre por sí mismo lo que debe hacer”. “Que cada uno ande según la parte que el Señor le ha dado, según el llamado que ha recibido de Dios”, pues “cada uno tiene de Dios un don particular, unos de una manera, otros de otra” (1 Cor., 7, 7).

Hace falta elevarse hasta las esferas de lo absoluto; una altura no es verdaderamente lograda sino desde otra altura, y la cumbre se hace más alta a medida que uno se eleva sobre una cumbre vecina. La santidad monástica y la santidad conyugal son las dos vertientes del Tabor; de lo uno y de lo otro, el término es el Espíritu Santo. Los que alcanzan la cumbre por una u otra de estas vías entran “en el descanso de Dios, en el gozo del Señor”, y allí, las dos vías, contradictorias para la razón humana, se encuentran interiormente unidas, misteriosamente idénticas.



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